Opinión | billetes | moneda | pesos

Billetes más caros, pero de un valor cada vez menor

La necesidad de una operación como la compra de una partida de billetes de mil pesos a España, porque no alcanzan la capacidad de impresión propia ni la de Brasil, refleja no sólo el continuo deterioro de la moneda nacional, del que dan cuenta los índices de inflación y las remezones del mercado cambiario, sino un llamativo empecinamiento en disimular sus consecuencias de una manera tosca e inconducente.

En la misma semana en que se confirmó que el pico inflacionario de octubre había elevado el costo de vida al nivel más alto desde la llegada del coronavirus a la Argentina, se conoció la orden del Gobierno de comprarle a España una partida de 170 millones de billetes de mil pesos, para asegurar la provisión en una época en la que la demanda de efectivo suele ser mayor como la de fin de año. La necesidad de una operación semejante refleja no sólo el continuo deterioro del valor de la moneda nacional, del que también dan cuenta las remezones del mercado cambiario, sino un llamativo empecinamiento en disimular sus consecuencias de una manera tosca e inconducente.

Frente a noticias como ésta, resulta inevitable recordar que las limitaciones en la producción de billetes que se le presentaron a la Casa de Moneda hace una década fueron la excusa para la estatización de la ex Ciccone Calcográfica, luego del estruendoso escándalo que tuvo como protagonista al entonces vicepresidente Amado Boudou. Ni siquiera esa incorporación de infraestructura fue suficiente, por lo que fue necesario seguir acudiendo al extranjero, e incluso tratar de asegurar una provisión sistemática mediante un acuerdo permanente con Brasil que, sin embargo, ahora también se ha quedado corto.

Los billetes a imprimir en la Casa de Moneda y Timbre de España son, naturalmente, mucho más caros que los de fabricación nacional y que los brasileños, pero los tiempos no daban para buscar otras alternativas y menos para realizar un proceso de licitación más o menos formal. Una situación que hoy se procura justificar por la pandemia, pero reproduce el mismo cuello de botella generado durante la administración de Cristina Kirchner, que siempre se rehusó a adoptar la solución más lógica y permanente proporcionada por una medida tan sencilla como la de imprimir billetes de denominación más alta.

Nunca se explicaron las razones de esa negativa con claridad, aunque no es difícil relacionarla con el rechazo a reconocer el nivel de inflación de entonces, y la idea de que un fajo de billetes más abultado en el bolsillo producía mejores sensaciones en la gente que unos pocos papeles de mayor valor. Los inconvenientes generados en la provisión de los cajeros automáticos, o en la concreción de operaciones en efectivo en un país donde la bancarización es todavía insuficiente, son el precio que la ciudadanía debió pagar por esta estrategia tan poco sofisticada para mejorar el humor popular, que según parece el Gobierno actual ha vuelto a adoptar. Lo ha hecho inclusive a pesar de que el diseño de los billetes de cinco mil pesos ya estaba listo, había sido publicado, y hasta tuvo tiempo de poner en marcha una polémica por la utilización de la imagen de Ramón Carrillo, ministro de Salud del primer peronismo al que algunos historiadores atribuyen ideas afines con el nazismo.

En cualquier caso, si el hecho de que el billete de mayor denominación equivalga a bastante menos de diez dólares implica una incomodidad acaso subsanable pero de la que podría perfectamente prescindirse, la decisión política de sostenerla mediante una importación innecesaria pagada con los cada vez más escasos recursos públicos la vuelve aun más cuestionable. El constante deterioro de la moneda, con su correlato de precios siempre en aumento, constituye un drama suficientemente serio como para agravarlo con esta simplista terquedad.