Como se sabe, el conflicto de Medio Oriente, que viene definiendo a la región como una de las más convulsionadas del planeta desde hace unos setenta años, atraviesa un agudo pico de tensión debido a la decisión del gobierno de Donald Trump de trasladar la embajada de su país a Jerusalén. Se trata de una medida acorde con una ley sancionada hace años por el congreso norteamericano, pero que desafía la recomendación de la ONU a todos sus miembros de dejar sus representaciones diplomáticas en Tel Aviv, que hasta ahora viene respetando casi toda la comunidad internacional, la Argentina incluida.
Y esto es así porque la pretensión de Israel de imponer a Jerusalén como su “capital única e indivisible” es considerada un obstáculo insalvable para pacificar la región, pues la ciudad tiene para los árabes el mismo status sagrado que para los judíos y los cristianos. Y localizar su parte oriental como capital del Estado palestino por el que viene bregando es una condición sin la cual la continuidad de la violencia está asegurada, en tanto aceptar lo que se considera una “ocupación” ilegal y forzosa es tan difícil (o en realidad, mucho más) como para un argentino aceptar la ocupación británica de las Malvinas.
En ese marco, la realización de un partido en Jerusalén no tiene nada de inocente, en tanto es leída como una legitimación simbólica del status que Israel quiere imponer y los palestinos rechazar. Aun cuando de ningún modo se puedan justificar las amenazas o los intentos de intimidación a los jugadores, resulta inevitable la indignación del más débil de los contendientes ante lo que aparece como una toma de posición en favor del más fuerte, más allá de que no haya habido intencionalidad política sino una motivación exclusivamente económica.
Sin duda, habrá aspectos de esta controversia que quedarán como materia de discusión, desde el vidrioso papel de la empresa Torneos y Competencias –que sigue teniendo un poder notable en la Argentina a pesar de su responsabilidad en el llamado “Fifagate”– a la pregunta sobre si la Cancillería se “durmió” cuando debería haber previsto la reacción palestina y actuado para evitar que la escalada llegara tan lejos. En cualquier caso, el freno colocado a último momento es lo menos malo no sólo para la preparación de un equipo que no necesita de estas tensiones adicionales, sino para el interés nacional, que ya se ha visto perjudicado por involucrarse en conflictos ajenos de manera tan poco prudente como improductiva.
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