Las crisis económicas suelen ser impiadosas con la política. Porque erosionan vertiginosamente imágenes y trayectorias y, además, porque no acostumbran a ser selectivas: si bien hay grados de daño, afectan a la clase dirigente en general, como si fuera una unidad y no un complejo sistema de individualidades y agrupaciones. Se trata, al fin y al cabo, de una cuestión de confiabilidad y castigo.
Algo de eso parece estar ocurriendo en el país, y más específicamente en Córdoba, donde los dirigentes políticos están padeciendo pérdidas en sus índices de aprobación popular. Lo está sufriendo Mauricio Macri, por supuesto, como Presidente y responsable principal de la situación límite que está viviendo el país. Por primera vez desde que ocupa el poder, en la provincia que supo prodigarle el 70 por ciento de los votos hoy son más quienes lo miran con reprobación que los que lo valoran positivamente. Según una encuesta de Gustavo Córdoba y Asociados, la crisis cambiaria provocó que el 50 por ciento de los cordobeses tenga una visión negativa de la gestión presidencial mientras el 49,1 por ciento aún la aprueba.
Pero, a la vez, el propio Juan Schiaretti también ve cómo el acompañamiento a su gestión se deteriora. Sin razones endógenas que lo expliquen, el deterioro parece ser consecuencia también del momento de desasosiego que la economía está generándoles a la gente y a la política. El gobernador, que en febrero tenía casi el 70 por ciento de aprobación, cayó en mayo al 57,4; un 40,8 por ciento lo reprueba.
La crisis cambiaria fue sólo el inicio de un ciclo que desatará consecuencias casi de inmediato. El gobierno nacional tambaleó ante el dólar que ascendía hasta que consiguió evitar que siguiera escalando. Sin embargo, todavía hay que esperar los efectos en la economía: con altas tasas y devaluación, los economistas pronostican un futuro cercano opaco, gris, con mayor inflación, pérdida de poder adquisitivo y enfriamiento de la actividad. Es decir, empeoramiento de las condiciones de vida de la mayoría de la gente.
Por lo tanto, no es descabellado concluir que también el proceso de caída de la imagen de lo político no haya hecho más que comenzar. Y los dirigentes y gobernantes, que consumen encuestas como si fuera un alimento de primera necesidad, conocen esta situación. El interrogante, por lo tanto, es cómo escaparle a la onda expansiva del ajuste que vendrá o, al menos, cómo atenuar los efectos.
En los primeros movimientos que comenzaron a generarse después de que se oficializara el desesperado pedido de auxilio al Fondo Monetario, cada estamento actuó midiendo a la vez las derivaciones políticas. Si bien desde Buenos Aires se asegura que Cambiemos ha archivado por el momento cualquier proyecto reeleccionista o electoral, Macri está por estas horas tratando de coparticipar el costo político del ajuste que se vendrá y, por otro lado, intentando recuperar la iniciativa política.
Los déficits en el potencial de gobernabilidad no se expresan cuando la situación del país es normal, sino cuando existe un contexto de excepcionalidad. Y eso es lo que está ocurriendo precisamente. La fragilidad de Cambiemos, que se mantuvo soterrada hasta que la virulencia del dólar se produjo, se está manifestando ahora. El gobierno nacional enfrenta un cuadro de complejidad inusitada, en el que para cada camino a tomar hay un encierro que se le corresponde: está obligado a ajustar porque, de lo contrario, el financiamiento del FMI se evaporará; pero ese ajuste tendrá como consecuencia previsible el incremento del malhumor social y el consecuente desgaste del Gobierno, lo que lo debilitará aún más políticamente. En ese estado de situación, y como las reformas de fondo deben salir por ley, será aún más dificultoso que la oposición acompañe los proyectos legislativos indispensables para concretar el recorte de gastos. En ese punto es que la gravitación de la falta de mayoría en el Congreso se expresa plenamente.
Si el gobierno nacional sale con una debilidad extrema del proceso, caerá aún más su índice de confiabilidad y su capacidad de aplicar reformas quedará menguada. Los intentos por recuperar iniciativa política -por ejemplo ayer hubo timbreos en todo el país, esas puestas en escena que aspiran a sintetizar la forma de hacer política de Cambiemos- son también una expresión de autodefensa: el oficialismo necesita sostenerse como una opción de poder futuro si pretende sobrevivir. Nadie acompaña en un ajuste a un gobierno condenado a la desaparición cercana.
Además, la gestión de Macri se ha comportado como esa persona que es soberbia en los buenos tiempos pero que llora y pide que lo acompañen al sufrir un traspié.
Cuando ganó las elecciones legislativas, hace apenas siete meses, el gobierno nacional concluyó que estaba habilitado para proceder de otra manera, para descuidar algunas formas y avanzar sin apostar necesariamente a los acuerdos. Comenzó a actuar como si tuviera una cómoda mayoría legislativa, aunque la matemática lo desmintiera. Tal vez confió demasiado en las carencias de una oposición explotada, atomizada, sin referentes de peso.
Pero hay una diferencia sustancial entre el peronismo de hace unos meses y el actual. Antes no podía convertirse en un actor político para sí mismo, no era capaz de aglutinar un proyecto opositor con chances de poder. Era incapaz para un propósito de construcción. Ahora le alcanza con lo contrario: con unificarse para contraponerse, para no ser funcional a las necesidades del Gobierno. Eso no implica necesariamente una construcción política posterior.
La gestión de Macri no sólo se enfrenta al desafío ingente de convencer a los legisladores peronistas de que voten el ajuste, con el antecedente virulento de la reforma previsional de diciembre, sino que, además, aspira a que los gobernadores sean socios en los recortes y, por lo tanto, en los costos derivados.
Juan Schiaretti, que volvió a mostrarse junto a Macri en la visita que el Presidente acaba de hacer a la Provincia, ha comenzado a definir una postura diferente, menos adosada a las necesidades de la Nación. Expresó públicamente que el Congreso no debía acompañar el proyecto antitarifazo pero sus diputados hicieron lo contrario. Hay dos posibilidades: o el gobernador no conduce a su bloque legislativo o hizo un doble juego.
En los años anteriores, Schiaretti fue funcional a la gestión de Cambiemos. No sólo en términos de gobernabilidad sino, fundamentalmente, políticos y de gestión. Pero, cuando se comenzó a reclamar desde la Casa Rosada que los gobernadores deberán ser protagonistas centrales del ajuste, la respuesta desde Córdoba fue que la provincia está equilibrada, con sus cuentas superavitarias y que, por lo tanto, no hay nada por recortar. A la vez, desde el Panal indicaron que analizarán al detalle cada propuesta de Macri y que no apoyarán “cualquier cosa”. La memoria del costo que pagaron por el recálculo jubilatorio está fresca en la memoria.
La vuelta al Fondo y a sus anacrónicas misiones y las medidas que se desprenderán de esa decisión no serán inocuas. Ni en términos económicos ni sociales. Muchos menos, por supuesto, en el plano electoral. El centro de la discusión es quién se lleva la peor parte.
Marcos Jure
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Pero, a la vez, el propio Juan Schiaretti también ve cómo el acompañamiento a su gestión se deteriora. Sin razones endógenas que lo expliquen, el deterioro parece ser consecuencia también del momento de desasosiego que la economía está generándoles a la gente y a la política. El gobernador, que en febrero tenía casi el 70 por ciento de aprobación, cayó en mayo al 57,4; un 40,8 por ciento lo reprueba.
La crisis cambiaria fue sólo el inicio de un ciclo que desatará consecuencias casi de inmediato. El gobierno nacional tambaleó ante el dólar que ascendía hasta que consiguió evitar que siguiera escalando. Sin embargo, todavía hay que esperar los efectos en la economía: con altas tasas y devaluación, los economistas pronostican un futuro cercano opaco, gris, con mayor inflación, pérdida de poder adquisitivo y enfriamiento de la actividad. Es decir, empeoramiento de las condiciones de vida de la mayoría de la gente.
Por lo tanto, no es descabellado concluir que también el proceso de caída de la imagen de lo político no haya hecho más que comenzar. Y los dirigentes y gobernantes, que consumen encuestas como si fuera un alimento de primera necesidad, conocen esta situación. El interrogante, por lo tanto, es cómo escaparle a la onda expansiva del ajuste que vendrá o, al menos, cómo atenuar los efectos.
En los primeros movimientos que comenzaron a generarse después de que se oficializara el desesperado pedido de auxilio al Fondo Monetario, cada estamento actuó midiendo a la vez las derivaciones políticas. Si bien desde Buenos Aires se asegura que Cambiemos ha archivado por el momento cualquier proyecto reeleccionista o electoral, Macri está por estas horas tratando de coparticipar el costo político del ajuste que se vendrá y, por otro lado, intentando recuperar la iniciativa política.
Los déficits en el potencial de gobernabilidad no se expresan cuando la situación del país es normal, sino cuando existe un contexto de excepcionalidad. Y eso es lo que está ocurriendo precisamente. La fragilidad de Cambiemos, que se mantuvo soterrada hasta que la virulencia del dólar se produjo, se está manifestando ahora. El gobierno nacional enfrenta un cuadro de complejidad inusitada, en el que para cada camino a tomar hay un encierro que se le corresponde: está obligado a ajustar porque, de lo contrario, el financiamiento del FMI se evaporará; pero ese ajuste tendrá como consecuencia previsible el incremento del malhumor social y el consecuente desgaste del Gobierno, lo que lo debilitará aún más políticamente. En ese estado de situación, y como las reformas de fondo deben salir por ley, será aún más dificultoso que la oposición acompañe los proyectos legislativos indispensables para concretar el recorte de gastos. En ese punto es que la gravitación de la falta de mayoría en el Congreso se expresa plenamente.
Si el gobierno nacional sale con una debilidad extrema del proceso, caerá aún más su índice de confiabilidad y su capacidad de aplicar reformas quedará menguada. Los intentos por recuperar iniciativa política -por ejemplo ayer hubo timbreos en todo el país, esas puestas en escena que aspiran a sintetizar la forma de hacer política de Cambiemos- son también una expresión de autodefensa: el oficialismo necesita sostenerse como una opción de poder futuro si pretende sobrevivir. Nadie acompaña en un ajuste a un gobierno condenado a la desaparición cercana.
Además, la gestión de Macri se ha comportado como esa persona que es soberbia en los buenos tiempos pero que llora y pide que lo acompañen al sufrir un traspié.
Cuando ganó las elecciones legislativas, hace apenas siete meses, el gobierno nacional concluyó que estaba habilitado para proceder de otra manera, para descuidar algunas formas y avanzar sin apostar necesariamente a los acuerdos. Comenzó a actuar como si tuviera una cómoda mayoría legislativa, aunque la matemática lo desmintiera. Tal vez confió demasiado en las carencias de una oposición explotada, atomizada, sin referentes de peso.
Pero hay una diferencia sustancial entre el peronismo de hace unos meses y el actual. Antes no podía convertirse en un actor político para sí mismo, no era capaz de aglutinar un proyecto opositor con chances de poder. Era incapaz para un propósito de construcción. Ahora le alcanza con lo contrario: con unificarse para contraponerse, para no ser funcional a las necesidades del Gobierno. Eso no implica necesariamente una construcción política posterior.
La gestión de Macri no sólo se enfrenta al desafío ingente de convencer a los legisladores peronistas de que voten el ajuste, con el antecedente virulento de la reforma previsional de diciembre, sino que, además, aspira a que los gobernadores sean socios en los recortes y, por lo tanto, en los costos derivados.
Juan Schiaretti, que volvió a mostrarse junto a Macri en la visita que el Presidente acaba de hacer a la Provincia, ha comenzado a definir una postura diferente, menos adosada a las necesidades de la Nación. Expresó públicamente que el Congreso no debía acompañar el proyecto antitarifazo pero sus diputados hicieron lo contrario. Hay dos posibilidades: o el gobernador no conduce a su bloque legislativo o hizo un doble juego.
En los años anteriores, Schiaretti fue funcional a la gestión de Cambiemos. No sólo en términos de gobernabilidad sino, fundamentalmente, políticos y de gestión. Pero, cuando se comenzó a reclamar desde la Casa Rosada que los gobernadores deberán ser protagonistas centrales del ajuste, la respuesta desde Córdoba fue que la provincia está equilibrada, con sus cuentas superavitarias y que, por lo tanto, no hay nada por recortar. A la vez, desde el Panal indicaron que analizarán al detalle cada propuesta de Macri y que no apoyarán “cualquier cosa”. La memoria del costo que pagaron por el recálculo jubilatorio está fresca en la memoria.
La vuelta al Fondo y a sus anacrónicas misiones y las medidas que se desprenderán de esa decisión no serán inocuas. Ni en términos económicos ni sociales. Muchos menos, por supuesto, en el plano electoral. El centro de la discusión es quién se lleva la peor parte.
Marcos Jure