El último tramo de su vida lo encontró, como siempre, ligado a una pelota. Incluso en medio del dolor físico y el desgaste, Russo siguió cerca del fútbol hasta el final. En 2023 condujo a Rosario Central al título de la Copa de la Liga Profesional, devolviéndole al pueblo “canalla” una alegría que lo consagró, una vez más, como ídolo. Su imagen, abrazando a sus jugadores con una sonrisa serena, sintetizaba su esencia: trabajo, serenidad y afecto.
Su última experiencia en Boca Juniors, en 2025, lo volvió a poner bajo los reflectores, convocado por Juan Román Riquelme para asumir un desafío mayúsculo: el Mundial de Clubes en Estados Unidos. Aunque los resultados no acompañaron, Russo se despidió como vivió: con dignidad, respeto y un amor profundo por el deporte que lo formó.
Pero su historia comenzó mucho antes, en Lanús, el barrio donde nació el 9 de abril de 1956. Desde chico mostró una devoción natural por el fútbol. En las canchitas de tierra, con los botines gastados y el alma dispuesta, forjó su carácter: competitivo, solidario, sereno. Esas mismas virtudes lo acompañarían toda su vida.
A los 19 años, debutó profesionalmente en Estudiantes de La Plata, el club que lo adoptó para siempre. Allí fue dirigido por Carlos Salvador Bilardo, quien lo moldeó bajo los valores del esfuerzo, la disciplina y el pensamiento táctico. Junto a figuras como José Luis Brown, Alejandro Sabella y Marcelo Trobbiani, Russo fue parte del equipo campeón de 1982 y 1983, que devolvió la gloria al Pincha tras años difíciles.
Como jugador, Miguel no fue un crack mediático ni un goleador de tapa, pero sí un volante que entendía el juego como pocos. Su inteligencia dentro del campo y su voz calma en el vestuario lo convirtieron en un líder natural. En total, disputó más de 400 partidos con la camiseta albirroja, un número que habla de lealtad y compromiso.
El paso de los años lo llevó del campo de juego al banco de suplentes. Su debut como técnico se dio en Lanús en 1989, cuando el club atravesaba una etapa complicada. Contra todos los pronósticos, lo ascendió a Primera y devolvió la ilusión a los hinchas. Desde entonces, su carrera fue un viaje constante entre desafíos y aprendizajes: Vélez, Rosario Central, Racing, San Lorenzo, Estudiantes, Millonarios de Colombia, Alianza Lima, Cerro Porteño, Morelia y Boca Juniors fueron algunas de sus estaciones.
El punto más alto de su trayectoria llegó en 2007, al conquistar la Copa Libertadores con Boca, con Juan Román Riquelme como figura. Aquel equipo, sólido y elegante, reflejaba a su entrenador: sobrio, equilibrado y eficaz. “Los títulos son importantes, pero lo que más me llena es cuando un jugador me dice que aprendió algo conmigo”, solía decir Russo, convencido de que el fútbol era, ante todo, una escuela de valores.
En 2020, en plena pandemia, volvió a Boca y logró un nuevo campeonato local. Nunca alardeó de sus logros: prefería hablar de sus jugadores, de los cuerpos técnicos, de la gente. En cada conferencia de prensa, su tono pausado y su mirada clara transmitían la experiencia de alguien que había aprendido a ganar y a perder con la misma calma.
Miguel Ángel Russo fue un hombre de convicciones, de vestuario, de mate y charla tranquila. Nunca necesitó levantar la voz para hacerse escuchar. Sus equipos, más allá de los resultados, siempre reflejaron su idea: orden, entrega y respeto.
Hoy el fútbol argentino lo despide con tristeza, pero también con gratitud. Porque más allá de los títulos y las estadísticas, Russo representó lo mejor del espíritu del deporte: la pasión sin soberbia, la competencia con humildad y la búsqueda constante de superación.
En cada cancha donde alguna vez dejó su huella —de La Plata a Rosario, de Liniers a Barranquilla—, su nombre se pronuncia con cariño. Porque Miguel Ángel Russo no fue solo un entrenador: fue un ejemplo.
Y su legado, como los grandes amores, será eterno.