Aun cuando fueran acertadas todas las objeciones, todas, que podrían formularse a los brillos relativos del Boca bicampeón y de Guillermo Barros Schelotto (foto), hay un valor, un decisivo valor, que ni tirios ni troyanos deberían desconocer: el valor de sobrellevar unos cuantos momentos de marea baja.

Momentos, vicisitudes, tormentas, brumas, interrogantes antipáticos o franca declinación, que recorrieron el mundo Boca desde la novena fecha, cuando se interrumpió la racha de ocho triunfos consecutivos, hasta anoche mismo, cuando Gimnasia empató faltando diez minutos y estaba por verse si había coronación.

Desde la novena fecha o, mejor examinado, incluso desde antes, cuando se lesionó Fernando Gago y su ausencia representó el prematuro final de un tándem, el que hacía con Wilmar Barrios, capaz de impregnar y alumbrar hasta el límite mismo en el que se llamaban a silencio hasta los fiscales más severos.

Con Gago y Barrios, Barrios y Gago, Boca tenía de todo: medio campo, cohesión, control del juego, bordado fino, variantes, profundidad y goles como para hacer dulce.

Los cuatro climas tenía Boca con el principesco internacional surgido del club Parque y con el émulo más contigüo a las artes de Mauricio Serna, el Chicho.

Tan bien estaba Boca, entonces, que podía y sabía disimular unos cuantos puntos flacos, sean de la batuta del Mellizo, sean de las transiciones defensivas, sean de la impronta de un equipo que esta vez sí tenía porte y tranco de tal.

Por cierto: las lesiones, las de mella más prolongada y las transitorias cifraron en buena parte el tono general de Boca.

Por ejemplo: Walter Bou hizo un par de goles providenciales y Wanchope Ábila tuvo un final de campeonato a toda orquesta, pero ni uno ni otro disimularon la fecunda jerarquía de Darío Benedetto.

¿Otros contratiempos que se le presentaron al flamante campeón?

El escándalo de un par de jugadores acusados de acoso sexual y el nuevo ciclo de un Carlos Tevez en clave de sombra de su sombra y en acelerado tránsito por el pasillo en el que más tarde o más temprano todo futbolista se encontrará con la vitrina en la que dejará sus botines.

Además: las intermitencias del levantisco Pablo Pérez, la caída vertical del rendimiento de Edwin Cardona, la opaca prestación de un zaguero, Paolo Goltz, que había llegado para solucionar todos los problemas y en realidad se convirtió en un problema más y, cartón lleno, la negativa mutación de Agustín Rossi, que de arquero terrenal, no gana partidos pero tampoco del Club del Blooper, pasó a ser un pelotazo en contra, una bomba de tiempo.

Mientras todo eso pasó sobrevino el runrún mediático de la supuesta conspiración de Boca encabezada por el mismísimo Presidente de la Nación y en el medio perdió la final de la Supercopa Argentina, trascartón se metió en una Copa Libertadores de la que de momento está colgado de un pincel y, como éramos pocos y a la abuelita le ha crecido el abdomen, después resultó que Godoy Cruz clavó una fabulosa serie de triunfos que a poco estuvo de arruinar el sismógrafo.

Pues en ese contexto, un contexto poblado de sobresaltos en su mayoría incalculables, Boca se vio forzado a salir a la palestra, dar un golpe sobre la mesa y hacer notar que dispone de uno de los planteles más ricos del fútbol argentino y que llegado el caso su plus de jerarquía será cualquier cosa, menos cartón pintado.

Será, será... ¿Será un consuelo menor? ¿Será insuficiente para entrar en el libro de las páginas doradas?

Puede ser: de hecho, abundan los hinchas de Boca que se debaten entre emociones que disciernen si cabe celebrar o en el mejor de los casos contentarse con beber un par de sorbos del cóctel del alivio y la satisfacción.

Pero mientras se busca la etiqueta más adecuada para el Boca campeón de la Superliga, no descartemos la metáfora en clave de Friedrich Nietzsche: a Boca, como hubiera observado el célebre filósofo alemán, lo que no lo mató lo fortaleció. 

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