“Mi padre no entendía que mi abuelo Celso fuese parte de la historia”

Reconocido abogado local, el doctor Carlos Caballero fue nieto de Celso, el chico al que en 1872 secuestraron los ranqueles en Ballesteros Sud y volvió 18 años después. Esta es la crónica de una reconstrucción familiar

Érase una vez un niño que cuidaba ovejas en Ballesteros Sud y que al escuchar el trueno de los caballos en el piso se escondió tras un bebedero. Pero el malón ranquel lo descubrió y se lo llevó cautivo. El niño, hecho un hombre, volvería muchos años después al pueblo portando la fabulosa doble ciudadanía del blanco y del indio. Se casaría y tendría 3 hijos y siete nietos, hasta morir anciano y en paz en el año 1938.

Hasta aquí, la historia puede ser una fábula americana o un cuento de Borges (uno de los más famosos se llama, precisamente, así, “El cautivo”). Sin embargo, en este caso no se trata de una fábula ni de un relato borgeano sino de un hecho histórico acontecido en Ballesteros Sud a fines del siglo diecinueve. Más precisamente el 15 de noviembre de 1872. Pero a estos datos sólo logró averiguarlos un hombre, el doctor Carlos Caballero, reconocido abogado villamariense y nieto directo de don Celso, aquel niño que se llevó el malón y que con el tiempo se volvería leyenda.

Carlos, identidad y misterio

Carlos entra a la redacción con dos libros en la mano y los deja sobre el escritorio. “Acá está todo”, me dice. Sabe que la raza humana porta tres clases de memoria; la oral-popular, la legendario-mitológica (ambas carecen de todo rigor histórico) y la escrita; ese “disco externo” para no olvidar. Como las dos primeras eran confusas y no terminaban de contar del todo la historia de su abuelo, don Carlos optó por la tercera. Fue su modo de reconstruir no sólo esos momentos cruciales de su antepasado, sino también de arrojar luz sobre su propio “adn”. 

Saber de dónde se viene es saber hacia dónde se va. Y hacia allá va Carlos con su crónica mientras enciendo mi grabador.

Celso de los dos mundos

“Nací en el ´48, diez años después de la muerte de Celso -dice Carlos-. Por extraño que te parezca, mi viejo nunca me había contado nada de mi abuelo. Él hablaba poco. Era el hijo mayor de los tres varones y yo suplía esa falta de oralidad con libros. Porque de chico fui un lector voraz”.

-¿Y cómo se entera de las aventuras de Celso?

-Fue de chico y gracias a las paperas. En ese tiempo, cuando te agarrabas la enfermedad, no te dejaban mover. Ni siquiera para ir al baño. Si podías hacer pis en la escupidera, mejor. Me acuerdo que me había leído una pila de libros y mi padre me dijo “ahora, leéte el diario”. Y yo le dije: “¡pero ya lo leí!”. Entonces él, como resignado, fue hasta el ropero y sacó un libro. Era una compilación de artículos de un primo segundo, Ricardo Caballero, titulado “Páginas literarias del último caudillo”. Me señaló una historia y me dijo, “leéte esto, entonces”...

-¿Era la historia de Celso?

-Exacto. Sólo que por ese entonces yo no lo sabía. Porque excepto el título, que era “El cautiverio de Celso” y una noticia de Leubucó, que era una toldería de La Pampa, no había otros nombres propios. Era casi un cuento, como puede ser el de Buffalo Bill, que fue una de las primeras novelas que leí en mi vida. Cuando terminé el relato, mi papá me preguntó que me había parecido. “Me encantó”, le dije. “Bueno, ahora conocés la historia de tu abuelo”, me dijo...

-¿Y cuál fue su reacción?

-¿Te imaginás lo que es la fantasía de un chico de 10 o 12 años? ¡No paré de hacerle preguntas! Pero él no me las pudo responder. Me decía que Celso no hablaba nunca del tema; y que aquella vez había hecho una excepción y se la había contado a su primo. Luego entendí que las personas que habían estado presas o cautivas, jamás relatan lo acontecido porque no quieren dejar memoria de ese dolor. No quieren que ese eco quede en sus descendientes. 

Diario del último malón

-Sin embargo, usted siguió investigando...

-Y todavía investigo. A veces mi padre se acordaba de algunas cosas y eran detalles preciosos. Como cuando me contó que a Celso lo vinieron a buscar dos hijos que había tenido en la toldería. Lo saludaron, se quedaron quince días en Ballesteros Sud y se fueron. Él los vio cuando era muy chico. Cuando pasó el tiempo, las historias de cautivos tuvieron cada vez más alcance histórico. Yo se lo decía a mi viejo, pero él me miraba con recelo.

-¿Por qué?

-Porque mi padre no podía entender que mi abuelo Celso fuera parte de la historia. Pero lo que le pasó a él fue cobrando importancia con el tiempo. Acá leemos “Buffalo Bill” o vemos “Indiana Jones” y nos parece que los aventureros son siempre extranjeros. Pero en nuestro país, entre 1850 y 1900 pasaron muchas cosas tan o más impresionantes y a las que nadie le daba mucha importancia. Y ahora te voy a contar cómo y cuándo di con las primeras pistas para reconstruir esto...

Por favor...

-Yo estudiaba Derecho en la facultad de Córdoba. Era noviembre de 1972 y tuve una hora libre. Eran tiempos de militares y como no podías salir tranquilo a la calle, me fui a la Biblioteca Mayor. Empecé a hojear diarios y vi una sección titulada “Hace cien años”. Y abajo decía “Último malón en el Sur: zona de Ballesteros y Bell Ville”. La cuenta  coincidía exactamente con la fecha de nacimiento de mi abuelo, por lo que decía la placa en el cementerio de Ballesteros Sud. Así que pedí diarios de noviembre de 1872. Me acuerdo que le tuve que dar unos mangos aparte al ordenanza para que me los buscara al fondo. Y al final me trajo unos libracos llenos de polvo. 

-¿Y qué encontró ahí?

-Exactamente lo que estaba buscando. Un relato pormenorizado de aquel malón. Había sido el 15 de noviembre y dos días después, el 17, salió la noticia: “Invasión de indios”, decía. Y ahí relataba las casas a donde fueron en Ballesteros. Yo las conocía a todas de nombre porque eran amigos de mi papá. El artículo explicaba que vinieron las guarniciones de Villa Nueva y de Bell Ville a correrlos y que no se pudieron llevar hacienda. Y dice al final “se llevaron un muchacho y nada más”. Ese muchacho era mi abuelo... 

-¿Se robó ese libro?

-No (risas)... Sólo hice una fotocopia. Y cuando a la noche llegué a Villa María, le leí el artículo completo a mi papá. Cuando levanté la vista, vi cómo se le caían las lágrimas... Él también estaba cerrando su propia historia....

Huellas escritas en la arena del río

-Esa fotocopia no fue un final sino un comienzo...

-Claro. Porque con la confirmación de la fecha seguí buscando cosas. Escribí a los diarios de Buenos Aires y busqué textos. Un día en el año 2000, mi esposa me pidió que la llevara a Río Cuarto. Y mientras ella iba a la universidad yo me fui a la biblioteca. Allá vi, en un mesón alargado, un libro muy curioso. Se llamaba “Cartas de frontera -Documentos del conflicto interétnico-” Y en la tapa vi el dibujito de un indio parado en el anca del caballo agarrado a la lanza. Lo abrí y encontré un material precioso. Eran las cartas que se pasaban los indios con los curas y los familiares de los cautivos. Y muchas coincidían con la fecha y el lugar en donde estaba mi abuelo. 

-¿Y había cartas de la familia?

-Había diez cartas de mi bisabuelo, Nemesio Caballero, a los curas de Río Cuarto pidiendo por mi abuelo. Cartas conmovedoras escritas al padre Marcos Donatti, que fue con Lucio V. Mansilla a su excursión a los indios ranqueles...

Y Carlos, sacando sus anteojos, me lee algunos pasajes llenos de dolor y de esperanza. 

Durante unos segundos, todo su cuerpo tiembla. Y yo entiendo que es el terremoto de la identidad; el movimiento sísmico de su propio “adn”. El mismo que sintieron su padre y don Celso aquella tarde del 15 de noviembre de 1872, cuando  bajo sus pies vibró la tropilla ranquel que asolaría todo su pueblo. Ese terremoto que Celso sabía, iba a cambiar su vida para siempre y acaso la de sus descendientes, en el caso de que estos alguna vez pudieran existir.

Carlos me dice que años después dio con más pistas. Que el historiador villanovense Pablo Granado lo conectó con monseñor Durán, de la diócesis de Mercedes, y luego se escribió con Marcela Tamagnini, la autora del libro de cartas que tanto lo apasiona. 

Y entre las anécdotas que pudo recuperar de su abuelo, una se me ha grabado a fuego. 

“Estando con los ranqueles, Celso se ponía a escribir en la arena para no olvidar el alfabeto. Pero tenía que borrar enseguida esas letras, para que los indios no pensaran que sería un mensaje”. 

A esas letras que no pudo borrar el tiempo, Carlos Caballero las sigue descifrando un siglo y medio después. Es la carta más preciada de que aún guarda de su abuelo.



Iván Wielikosielek. Redacción Puntal Villa María

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